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Miquel
dels Sants
Oliver:
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Alma
mallorquina
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Ningún estudio tan atrasado en España como el de la
geografía. Este mismo atraso me obliga a algunas
indicaciones previas. Mallorca no es más que una isla,
aunque la principal de las Baleares; y hablo de alma
«mallorquina» y no de alma «balear», porque rarísimas
veces un archipiélago presenta caracteres de unidad
espiritual, de unidad de cultura y aspiraciones. Es muy
frecuente, por el contrario, que existan entre los
habitantes de las islas vecinas rivalidades,
prevenciones y hasta odios. El cubano no es como el
portorriqueño; el mallorquín no es como el ibicenco, y
mucho menos como el menorquín. Cada isla constituye un
pequeño mundo, confinado y encerrado en sí mismo. Si a
esto se añade la influencia de dominaciones políticas
diversas, ora por parte de Francia, ora por la de
Inglaterra, que han pesado sobre Menorca hasta hace un
siglo, comprenderemos la dificultad de reducir a un
común denominador el temperamento de los baleáricos.
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Mallorca, por su extensión al menos, da el tono y ofrece
ciertos rasgos esenciales y originarios que convienen
también a las demás islas. Pueblo de raza catalana
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el suyo, ha perdido a través de la historia, en menos de
setecientos años, aquella fuerza bravía, aquella
virulencia y vigor del temperamento que distingue, aun
ahora, a los catalanes. Las luchas de los campesinos
contra los ciudadanos en el siglo XV, y la feroz
germanía en el XVI (llenas de episodios y personales
carniceros que parecen un anticipo de la «jacquerie» y
el Terror), lo dejaron extenuado y como exangüe. La
isla, repoblada después de su conquista (1229) por
magnates del feudalismo pirenáico, nobles tarraconenses
y mercaderes y burgueses de Barcelona, constituyó una
verdadera colonia de Cataluña. El tipo se ha desviado,
evolucionando con el tiempo y la diversidad de ambiente,
hasta parar en cierta molicie dulzona y honrada, en
cierta indolencia, ¿cómo diré?, de «criollo». En el
mallorquín puede verse algo y aun mucho del criollo
oriental de España.
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Es
fino, flexible, sutil. Se distingue por su poder de
asimilación pasiva. La que llaman los sociólogos
denacionalización de un pueblo por otro, resulta
fácilmente observable en el nuestro. Un catalán, un
castellano, viven años y más años entre nosotros, y
conservan, hasta la muerte, una personalidad incorrupta,
y su acento, su puchero, su porrón. El último de los
obreros mallorquines que se traslada a Barcelona, habla
catalán cerrado entes de ocho meses. El mallorquín no
absorbe en Mallorca al extraño, sino después de una o
dos generaciones, y es absorbido inmediatamente fuera de
la isla. Se americanizan en América nuestros emigrantes,
como se afrancesaron en Marsella, Lyón y Burdeos los
negociantes de naranja de Sóller. Esto no obsta a que
muchos sientan el mal de la ausencia, expresado por
nuestra palabra más característica: «añoranza».
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Sin
embargo, esta añoranza tiene más de «geográfico», que de
espiritual. Es un apego taciturno a la gleba, como tengo
dicho en otra parte, y lo mismo puede experimentarlo un
hombre que una codorniz. Para ser distintiva del
sentimiento de patria, le falta el aprecio de la
solidaridad de raza, muy amortiguado en el mallorquín
como no pertenezca a las clases intelectuales y lo tenga
adquirido, por los libros, indirectamente. Lejos de
sentir el orgullo de su origen, sobre todo hace veinte
años, algunos se esforzaban en esconderlo. Era frecuente
el caso de estudiantes mallorquines que se atufaban al
tomárseles en Madrid por catalanes o por isleños,
considerándose marcados con el estigma infamante que la
chacota cortesana aplica a ciertas comarcas españolas,
como la infeliz y dulce Galicia. Alguna vez hay que
añadir a los «separatistas» de intención los «separados»
de hecho, por una malquerencia cuatro veces secular e
imbécil. El policía, el aguador, el auriga, el sereno
gallego, que infestan la literatura cómica y forman un
tópico, nauseabundo ya del teatro español, son otras
tantas puñaladas dirigidas al corazón de España. Revela
en sus autores un temperamento basto y soez. De donde la
ineptitud no saca más que esas boñigas, un López de
Ayala coge las rosas perfumadas e inmortales del idilio
de los criados, en «Consuelo».
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Cohesión como pueblo, he aquí lo que falta a los
mallorquines. Son miles y miles de moléculas que no se
agrupan mediante una afinidad o sentimiento colectivo.
El mallorquín no es separatista ni aun en el sentido en
que lo son generalmente los pueblos isleños. No es
antiespañol ni antipatriota, sino «anapatrio». Todo lo
que ha habido en Mallorca de bullangas bélicas y
recepciones de héroes del Ramblazo, ha sido superficial,
ficticio y de comparsería, ha sido obra de la ciudad, y
aun en ella obra de la colonia presupuestívora o de esa
burguesía que lee los periódicos, y, quieras que no, ha
de bordar también banderas de combate y recoger la
colilla del soldado. No es tampoco mallorquinista ni
catalanista; fuera de los elementos intelectuales y
literarios (en su parte más vigorosa inclinados hacia
Cataluña), sólo hemos tolerado la fórmula del
«regionalismo bien entendido», que es la centralización,
como la «libertad bien entendida» es el caciquismo. La
carencia de un sentimiento de patria, de patria
«política», definido y enérgico, sea para Mallorca, sea
para España en su integridad, es lo que distingue a mi
país: es lo que observan cuantos viajeros pasan por la
isla. Jorge Sand, en su famoso «pamphlet», poníalo de
relieve. Ouejábanse de ello los refugiados españoles de
1812, con Antillón, el famoso diputado de las
Extraordinarias, a la cabeza.
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Antes, sí, el centro de cohesión hallábase en la fe
religiosa. Hasta mediado el siglo XIX fue éste el
sentimiento predominante, colectivo y casi único. Otro
de aquellos emigrados, Pérez de Arrieta, no veía en
Mallorca más que «una inmensa colonia eclesiástica». El
abuelo decía a sus nietecillos, cuando le besaban la
mano: «Que Dios os haga santos inquisidores». Las
fiestas de la beatificación de Catalina Thomas en 1792,
fueron un espasmo delirante, como un aura epiléptica.
Cuando la reacción de los «persas», en 1814, el pueblo
condujo en volandas a los antiguos inquisidores hasta el
abolido tribunal, sin esperar su restablecimiento; en
estas procesiones y tumultos, la multitud daba vivas
frenéticos a la fe y al Santo Oficio, mientras muchos
militares, según un cronista, iban cantando el «Te Deum».
Antes de la invasión de forasteros que trajo la guerra
de la Independencia, «las mujeres del siglo, por su
recato y vestir, parecían religiosas de claustro»...
También se ha roto esta cohesión, y hasta en las
comarcas rurales aparecen tenues manchas de impiedad y
librepensamiento.
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La
indolencia y dulcedumbre a que me he referido, apoyada
en un bienestar general, aparta al mallorquín de las
preocupaciones serias y hondas. La «charrette» típica
del país y la casa de recreo en algún suburbio, son dos
ideales del palmesano de todas las condiciones, que se
inspira, muchas veces sin saberlo, en la dulce filosofía
de Horacio. Hay aquí organización de partido, como en
las provincias continentales; pero exceptuando algunos
elementos directores y con ideas, ello no es más que el
medio de conquistar el poder local y satisfacer
ambiciones Individuales y modestas, sin preocupación del
«credo», de los programas, de la regeneración... ¡Eso...
alIí, en Madrid, lo arreglarán! –pensamos todos– y nos
vamos a nuestro «chalet» de Génova o la Bonanova a ver
como siguen los crisanthemos y las minúsculas avancarias.
Este espíritu contemplativo y quietista degenera algunas
veces en pusilanimidad o en candidez. Sobre todo, antes
de que el telégrafo y el vapor hiciesen tan rápidas las
comunicaciones con el mundo continental, se observa en
nuestros analistas locales y en los periódicos de la
primera mitad del siglo pasado, no sé qué de sorprendido
y como bobalicón ente las novedades, trastornos y
progresos de la raza humana. Diríase que la interrupción
geográfica interrumpe en cierto modo la solidaridad de
la especie, y que asistimos como espectadores, y no como
actores, a una función de cosmorama. La originalidad y
la iniciativa sucumben al terror del ridículo que todos
experimentamos y el amor del término medio que todos
sentimos. Nos agrada seguir la moda, y la seguimos con
gusto algunas veces exquisito; pero nunca nos
atreveríamos a darla, aunque para ello fuésemos
solicitados.
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Esta misma distinción de gusto, este equilibrio del
criterio y la carencia de un ideal propio, surgido del
terruño natal, hacen que Mallorca esté en disposición de
seguir en España aquella tendencia que sepa seducirla
definitivamente. Desde hace diez años siente como un
extraño prurito ó comezón de alas que pugnan por salir y
tenderse al espacio; una caIenturilla, como dijo Alcover,
de linfa vital recién inoculada. Vacila entre lo viejo y
lo nuevo; entre el parlamentarismo caduco y la pavorosa
amenaza catalana. Si de una manera real y honda ve
aparecer la nueva España en el seno de las mismas razas
que hasta ahora han preponderado, a ellos se abrazarán
resueltamente. Si el nuevo ideal de vida europea lo
realizan estas otras regiones Ievantinas y del Norte, se
sentirá por ellas atraída. Al fin y al cabo, no habría
en esto más que reproducción de un hecho histórico: en
1640, en los días, todavía brillantes, del Conde-Duque,
se mantuvo contra Cataluña en la guerra de los
«segadores»; sesenta años más tarde, en la vergonzosa
herencia de CarIos el «Hechizado», abrazó la causa de
Cataluña contra Felipe V.
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Cómplices de tal inopia y pasividad, son este clima
espléndido, esta naturaleza virgiliana y exquisita. «La
verde Helvecia, bajo el cielo de la Calabria, con la
solemnidad y el silencio del Oriente», que Aurora Dupin
descubrió en Mallorca, infunde como una placidez y
ensueño regalado, un «otium divos» a que es muy difícil
sustraerse. Así se engendra un pueblo de artistas:
artistas de la vida, artistas de la palabra, de la idea
y del color. Por encima de las ruinas y disgregaciones
de que he hablado, flota el alma tradicional y poética
de Mallorca, llena de fantasía piadosa, de tranquila
resignación y contentamiento. Palpita en sus consejas o
«rondalles», en sus canciones populares y sus melodías,
impregnadas de misteriosa somnolencia oriental. La musa
de Mallorca, ruborosa y campesina, espiga en los
rastrojos, como Ruth, y ofrece, como Rebeca, su agua el
caminante, a la vera del pozo antiguo. No tiene, en el
mismo grado que la musa galaica, el poder elegiaco y el
don de lágrima o de ternura arrulladora; pero es suave,
«añorívola», fresca y muy sana. Un innato sentimiento de
la armonía ha atemperado aquí y como regularizado los
furores románticos y los mismos edificios góticos: así
la Lonja y el castillo de Bellver. Lo nuevo y lo viejo,
las pasiones modernas y las leyendas feudales, todo pasa
por este baño de serenidad clásica. El insigne colector
de los romances castellanos, D. Agustín Durán, se
compenetró admirablemente de tal espíritu al versificar,
en «Las torronjas del vergel del amor», una de las más
sugestivas consejas mallorquinas.
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Desde 1840 hasta nosotros, ha soplado sobre Mallorca un
aliento de alta y salubre poesía. Literariamente se ha
adherido la isla a la restauración de la lengua
catalana, uno de cuyos dialectos habla todavía en todas
las clases sociales. La esterilidad poética –de poesía
culta– durante los tres siglos de abandono del nativo
idioma, se ha compensado en cincuenta años. Los dos
Aguiló, Rosselló, Peña, Costa, son altas encarnaciones
de la inspiración genuinamente insular. En el «clair de
Iune» de esta restauración romántica, como en la
transparencia de un lago, se ha contemplado Mallorca a
sí misma y ha divagado en dulce soliloquio. A la poesía
catalana continental, han aportado los isleños su canon
de pureza y de tranquilo equilibrio, enemigos siempre de
las cosas extremadas, siempre más enamorados de lo
perfecto que de lo grande. ¿Serán estos ensueños de
adolescencia y esta divagación lírica precursores de una
fuerte y robusta virilidad?
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Miquel dels Sants
Oliver
|
"Alma Española", nº 4, Madrid, 1903 |
Artículo incluido en le Hemeroteca del "Proyecto de
Filosofía en español" de la Fundación Gustavo Bueno
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Observación
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(1)
Visión unilateral, simplista, poco documentada y ya
completamente superada, primero porque no existe la
"raza catalana" y en segundo lugar porque, como dice Llorenç Vidal en su artículo
"En
el Año Europeo del Dialogo Intercultural":
"después de la conquista
catalano-aragonesa de 1229, en palabras de Antoni Pons
en el tomo II de su 'Historia de Mallorca', la
población mallorquina estaba fundamentalmente
constituida por pobladors, o cristianos llegados al
conjuro de la conquista, provinentes de diversos lugares
y retenidos en la isla, musulmanes y judíos… La
convivencia de elementos tan heterogéneos, imprimió a la
Ciutat de Mallorca un doble aspecto social y religioso,
por demás interesante', pudiéndose decir que estas
observaciones, después de la reconquista de las otras
islas de Archipiélago Balear, son válidas para todo el
dominio insular del Reino de Mallorcas, aunque siempre
me he sentido inclinado, por realismo histórico y
sociológico, a añadir a los tres elementos de
denominación religiosa enumerados por Antoni Pons, un
cuarto elemento: la población autóctona balear
preislámica (algunos dirán que no consta que hubiera
mozárabes, pero es evidente que sí había muladíes, que
habían cambiado de religión, pero no de genes),
población autóctona balear preislámica confundida y
arrinconada por los conquistadores con los musulmanes
vencidos, y que, junto a los componentes
occitano-catalano-aragonés, árabe-bereber y hebreo
(unidos a otros de menor importancia), constituye la
base racial y colectiva del pueblo balear, si bien en la
configuración cultural predominó el elemento
católico-catalán importado por los pobladors más
influyentes y fomentado por la proximidad de Cataluña,
así como por la incorporación del Reino de Mallorca en
el marco de la Corona de Aragón"
(Ultima
Hora, Palma de Mallorca, 12 de septiembre de 2008).
Este mismo punto de vista pro-catalanista, uno de entre
los distintos puntos de vista posibles, se refleja
también en otros aspectos de este mismo artículo de
Miquel dels Sants Oliver.
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